QUIÉNES SOMOS

Los X fiAdos somos un equipo de trabajo que organiza recitales para personas cuyas vidas están lejos de la música.

Los recitales están a cargo de músicos que sienten que su música debe llegar a la gente que la necesita.

Lugares para los recitales: paradores nocturnos, hospitales psiquiátricos, penales, hogares para personas con necesidades especiales, centros de alojamiento para chicos en problemas.

X fiAdos no tiene relación con iglesias ni gobiernos.


Talleres de Cuentos



Primer Taller de Cuentos en el Sanmar

Mi papá me llevaba a la escuela todos los días. Me llevaba caminando de la mano por las calles de San Nicolás, yo abombado de sueño, él cansado en paz de haber trabajado en la fábrica toda la noche. Años después fuimos a vivir a Estados Unidos, y allí terminó mi niñez. Mi padre siempre se llevó naturalmente bien con los chicos más chicos, pero cuando crecían y entraban en la rebeldía y confusión de la adolescencia, se sentía decepcionado y traicionado. Desde que mi madre me trajo adolescente insoportable de regreso a la Argentina él se desentendió de mi educación, por lo que atravesé toda mi secundaria sin padre. Mi padre se había quedado en Nueva York cumpliendo su sueño americano, y yo estaba en la secundaria de la dictadura militar. Algunos de mis compañeros de entonces recuerdan aquella época en la escuela como gloriosa. Yo no puedo comprender esa nostalgia, porque lo único que me quedó fue el modo en que aquel gobierno infame habilitó, liderando, el componente más violento, autoritario y sádico de los directivos, profesores, celadores y cualquiera que tuviera un mínimo de poder. Se hartaban con el gozo de someter a los alumnos a vejaciones propias de los cuarteles militares y los campos de concentración: hacerlos formar filas bajo el sol en el patio, obligándolos a estar quietos y en silencio durante la cantidad de tiempo que se les antojara, o recorrer las filas midiendo el largo del cabello para mandar a su casa a quienes superaban un límite, no dejar por un instante de acusarlos y considerarlos execrables, o simplemente pegarles mientras estaba en fila en la parte posterior de las rodillas con una regla de las que se usaban para el pizarrón.
He intentado con todas mis fuerzas que mis hijos me tuvieran todo lo que me faltó mi padre, pero ellos han respondido con una rebeldía seca y amarga, que me hace sospechar que no estarán a la hora de mi muerte. Un día me enteré de que mi hija menor había ocultado la cantidad de materias en que había fracasado y me agobió la desazón. Me pregunté qué sentido tenía que yo construyera mi vida enfocada en que ellos se fortalecieran y ganaran herramientas que les permitirían desplegar todo lo que tienen dentro. Me sentí abatido, tenía ganas de renunciar a todo.
La tarde de aquel día, en que Buenos Aires se cocinaba en un aire pesado que superaba los 38 grados, comencé el taller de cuentos en el Sanmar, el Instituto de Régimen Cerrado “Gral. San Martín”, donde unos 60 chicos de entre 13 y 16 años están obligados a permanecer sin poder salir porque un juez dictaminó que habían cometido algún delito.

En la biblioteca del Sanmar esperamos a los chicos Loreley, Anahí y yo. Los trajeron dos asistentes y dos guardias de seguridad. Éramos siete adultos para ocho chicos.
Les pregunto los nombres, los pronuncian a regañadientes. Les pido que hablen muy fuerte porque soy sordo. Se ríen, pronuncian más bajo, les digo ¿qué?, ¿qué?, hasta que dicen el nombre claramente. Plantearán la lucha cuerpo a cuerpo conmigo. Cuatro se negarán a escribir, todos a leer, tres se pondrán a dibujar, dos se desparramarán sobre la mesa para dormir, uno se irá a hablar con los guardias, otro no entenderá nada de lo que digo, uno me amenazará. Les anuncio que van a escribir, luego van a leer lo que escribieron y a escuchar lo que otros escribieron. Cada quien a su manera dice: no, no, no.
“Tengo sueño, No escuché lo que dijo porque me fui.”
“Esto es una gilada.”
“No hago lo que usted me dice, hago lo que quiero.”
“No sé escribir.”

Alguien en mi interior desespera. ¿Cómo se hace cuando muchos no quieren, siendo el taller de cuentos una actividad complicada, ardua y difícil aún cuando todos los que participan quieren mucho?
Intento calmarme: resistiendo, están participando. El no es el mejor material de trabajo. Están tomando una posición frente a lo que les propongo. El desafío del taller será labrar la fuerza de la resistencia, convertirla en algo a favor de los pibes y del equipo.

En el resistir de estos chicos hay un reclamo. Anahí y Loreley ofrecen tomarles dictado a dos porque dicen que no saben escribir —Gaby, una de las asistentes, cuando la miro para interrogarle, me hace un gesto rotundo para darme a entender que mienten. Los chicos resisten para llamar la atención, o más bien, para llevar mi atención al campo de ellos. Si se lo concedo, habrán quebrantado mi autoridad en la presentación. Pero una autoridad operativa es indispensable para que funcione el taller. Si no tengo autoridad no escribirán, no leerán, no escucharán a los otros. Estaré allí para darles lo que ellos quieren y no lo que les llevo. La forma de que aprecien lo que les llevo es hacerles comprender que es más importante que cualquier cosa que obtengan, porque cedo a la pena de su condición, o porque soy débil, o cualquier otra razón.

He de encarnar autoridad, la ley en última instancia inapelable, porque es la manera de abrir campo a lo que el taller les provoque y lo que ellos hagan con esa provocación. Con lo que les provoque poner en juego imaginación, deseos, subjetividad, miedos, y dejarlo asentado, darlo, exponerse y el juego interno que se arme en la manada.

Este punto es particularmente relevante. Uno de los chicos llegó muy lejos en el trabajo de escribir, pero cuando lo felicité se malgestó. Luego de sorprenderme, entendí que no quería quedar como uno que obedece, alguien que está del lado de la autoridad, un buchón.

Y es natural y comprensible que estos chicos resistan toda autoridad, todo lo que les venga de arriba, de alguien que tiene más fuerza que ellos.
Por un lado, son adolescentes: están en la edad en que deben diferenciarse de los adultos, separarse de ellos. Por otro, están en el Sanmar porque son víctimas de la fuerza de los adultos contra ellos: de los padres, de los parientes y la gente del barrio, de la policía, de la gente de la ciudad, de los jueces, de la sociedad.
¿Cómo habrían de recibir con alegría, con satisfacción burguesa por la cultura, algo que les imponen los adultos, mundo de gente que siempre los venció, doblegó, sometió, abusó de ellos por la fuerza?

Vengo hablando con la directora del Sanmar. Tenemos mucho que aprender de ella en este tema. Mientras la escuché, un día me vino a la cabeza una idea de un lugar remotamente diverso, uno de los libros de Carlos Castaneda. El viejo brujo le explicaba a Castaneda que la razón es muy importante, pero tiende a hacerse tirana y a convencernos de que no hay nada por sobre ella. Se demuestra una verdad por la razón. La razón pasa así de ser Guardián de nuestra mente a ser su Guardia. De protegerla, contenerla y darle un cauce, pasa a regirla, encarcelarla en sus leyes y someterla. Pensé, mientras escuchaba a la directora, que entre el viejo reformatorio punitivo y este, la diferencia es el proceso inverso: va pasando de ser un lugar de condena, humillación y represión, a un ámbito de reconquista de aquello que cada chico tiene de bueno para impulsarlo desde allí. Es un desafío enorme hacer que el Guardia deje de constituir a los chicos como personas peligrosas, réprobos y en cambio entienda que los chicos tienen algo que debe ser cultivado y promovido.

Los chicos se presentan al taller haciéndose espacio. Todos, como manada, y cada uno. Lo hacen a los codazos, a las trompadas, a los escupitajos. Es como saben hacer. Como se hace en una empresa o en la cárcel. Al Mudo, un viejo amigo, lo metieron en la cárcel. Siguiendo la indicación de su madre, que trabajaba en la policía provincial, al instante que entré preguntó quién era el más guapo. Se lo señalaron, caminó hacia él erguido como un pequeño gallito, lo miró hacia arriba y le metió un dedo hasta el fondo del ojo.

Hacerse un lugar es una estrategia básicamente defensiva. Demasiadas acciones de los adultos son ataques, agresiones, abusos: cómo no serían defensivos. Deben serlo, por las dudas, preventivamente cada vez que un adulto les habla, les ofrece algo, los mira.

En un asado, otro amigo, el Gordo, que tenía a cargo un área social del Gobierno, preguntaba para qué, pero para qué, le enseñaban Geografía a los chicos (tenía tres, de entre 5 y 9 años). No había forma de que quisiera escuchar que la educación no era el mero conocimiento, del nombre de un río o de la capital de Ucrania, sino que era mucho más, como saber que se puede saber, o adquirir una cantidad de recorridos de pensamiento.
El Gordo resistía la Educación en bloque, porque era algo que le habían impuesto, doblegándole la voluntad, a los sopapos, para sojuzgarlo y para decirle que era un burro. No le faltaba razón, pero le faltaba entender que el asunto podía no terminar ahí.
En el Taller de Cuentos del Sanmar tenemos que tener la habilidad de imponer la actividad con autoridad indiscutible, aún dándoles la razón de que lo que viene de arriba es veneno. La única forma de que esto salga bien es que todos entendamos que no es veneno.

Escribir tiene un alto valor para el burgués, de quien los chicos del Sanmar instintiva y automáticamente saben que sólo pueden esperar discriminación, castigo, temor histérico y violento. Burgués es el juez que los pone presos, burguesa es la señora que quisiera verlos eliminados. Apenas se rasca un poco en la superficie de los burgueses, aparece una pasión inquisidora por encerrar a los chicos que están en el Sanmar, culparlos, condenarlos.

La oportunidad que tiene el Taller de Cuentos para zafar de esta trampa es convencer a los chicos de que el burgués no debe ser el único dueño de la palabra escrita. Ellos pueden ser Washington Cucurto, Camilo Blajaquis, Enrique Medina. El Taller de Cuentos debe desarmar la mentira rencorosa de que Prometeo fue atado a una piedra y de que Adán y Eva fueron expulsados del Paraíso.

El Taller es para que los chicos aprendan a robar el Fuego. Para que prendan fuego la maldita, ilegal, hija de la delincuencia primera, propiedad privada del Árbol de la Sabiduría. La Manzana no es de ningún Dios: es de todos.

Segundo Taller de Cuentos en el Sanmar

Necesitamos consultar a María Pita y a las chicas del Equipo de Antropología Jurídica sobre delincuencia juvenil o como se llame el asunto. Una persona que cometió un delito, ¿es delincuente ante la ley, la sociedad, etc., de la misma manera sin importar que tenga 10, 17, 30 ó 60 años? Si es mayor de edad es recluido en la cárcel, si es menor, en un instituto de régimen cerrado; ¿cuáles son las diferencias de sus vidas dentro de esos lugares?
El equipo de Sofía Tiscornia, María Pita y las demás ha hecho un trabajo formidable. Nos abrirán muchísimo la concepción del tema en que Loreley y yo estamos metidos hasta las verijas. Necesitamos pensar mejor. En el segundo taller en el Sanmar la necesidad intelectual fue el síntoma, el estallido del cuadro que nos atenazó el estómago: sentados cerca de la entrada, esperando para comenzar, vimos que entraban a los chicos atados unos a otros con esposas. Esposas de metal. Los chicos podrían morderlas con los dientes como hacen los perros con su cadena, y no conseguirían nada. Se dirá: no conseguirían cortarla, de la misma forma en que no es posible resucitar a los asesinados por esos chicos. Es una equivalencia lógica, pero uno sabe que en el peor de los casos los pibes son víctimas de ser delincuentes en tanto se mandan las cagadas prescritas en el mundo al que nacieron.
La visión de las esposas apresando las muñecas de chicos de 15 años es muy parecida a recibir un cuchillazo en el ojo y uno necesita morder también la mierda de esos aceros hasta hacer estallar los dientes que no han servido para evitar que esos chicos estén allí dentro.
Sin embargo, los pibes no parecen padecer. En cambio, ríen, andan con las esposas como los chicos de la escuela andan con el guardapolvo. Lo que nos abate hasta dejarnos el ánimo casi fuera de combate, ellos lo superan con la increíble capacidad de regeneración que tienen los críos.
La directora apuesta a esa capacidad y nosotros, lo digo una vez más, debemos dejarnos liderar por ella.


De Poitier a Sandrini

Lo que echa a rodar los talleres son mis palabras y mi voz. Si no puedo crear, hablando, una entrada a un mundo y un mundo; si no puedo dar algunas indicaciones, si no puedo convencer a los participantes de que escriban y luego se escuchen entre sí, el taller no sucede. El jueves 30 no podíamos empezar. La táctica de sabotaje de los pibes fue no escucharme, hablándose entre sí sin parar. Empecé seis, siete veces a decir algo y me detuve porque se ponían a gritar entre ellos. Cuando reinicié la cuarta vez, algunos se mostraron ofuscados y uno me increpó: “pero usted no arranca nunca, ¡esto es aburridísimo!”
Estoy a punto de reírme de la situación, pero en ese momento me aplastaba la desazón. “No es posible hacer este taller, me decía. Sólo funciona si la gente que lo hace desea mucho hacerlo. Ese deseo es mi fuerza; si no existe, ¿por qué dejarían de gritar? y ¿por qué escribirían?” Y me decía “nunca participarán. Nunca”, y: “¿de qué hay que estar hecho para aguantar este bardeo?”
Fue más tarde que comencé a intelectualizar. Me burlé del cuento de hadas de aquella película Al Maestro, con cariño (To Sir, with Love), en que los revoltosos jóvenes empiezan enloqueciendo al pobre y dedicado profesor, a la sazón negro (Sidney Poitier), pero éste, debido a que su corazón está hecho de pura fibra “la docencia es un sacerdocio”, los va poniendo en casilla convenciéndolos de que quiere el bien del alumnado. En un happy ending didáctico y de mensaje altamente edificante, los jóvenes defienden al maestro ante las autoridades. (¿Y no había algo de esto en El profesor hippie, en el que el docente era Luis Sandrini? Si quiero pasta para reírme de mí…)
Me mofo de la simpleza de la historia, pero en el fondo creo en ella. Creo que las cosas pueden cambiar si uno persiste en un propósito inflexible. Creo que toda revolución es posible, y si no creyera eso, viviría como cualquier de los muertos que se creen vivos.


Pasado inescrutable, ¿futuro inefable?

Pero el desarrollo del taller vuelve a machacar en contra con fuerza casi inapelable. Uno de los pibes es nuevo y los demás se dedican a hostigarlo. Los apasiona esa tarea y no hay forma de sustraerlos. Con respecto a mí sólo evitan comunicarme su desprecio con la mirada para ahorrarse problemas. Logro interesarlos unos minutos en una historia, pero cuando termino de contarla no consigo engancharlos para que escriban. De repente empiezo a sentir que lo que en ellos resiste mi aproximación, mi invitación y mi entrega, los antecede y trasciende. Que los pibes no son mucho más que un soporte, el vehículo de una sabiduría que se hunde en las raíces de la sociedad de clases: la estrategia refractaria ante la captación de los sectores que detentan las fuerzas de dominación. Entre sus estrategias de esclavización, los Señores mandan almas bellas como nosotros, que desean el bien del humano en el esclavo y se ponen caritativamente de su lado. Se me viene a la cabeza otra película, de signo contrario a la anterior, Los olvidados, de Luis Buñuel. La recuerdo para pensar que no son estos chicos los que me rechazan, sino que la resistencia viene de tiempos lejanos, y que la intención humanista, altruista, cristiana, no alcanza para desactivar la fatal historia en la que los más rebeldes entre los sojuzgados serán despiadadamente eliminados (estos pibes, por el paco, la policía, el SIDA, la droga).
Pero no. No existe el futuro inefable y no supongo que Buñuel realmente creyera eso —su embate tenebroso en Los olvidados fue provocado por su impaciencia ante los relatos simplistas del tipo “el amor todo lo puede”. Nuestro objetivo no es convertir a los cacos, los negros cabeza en personas de bien, útiles a la sociedad, buenos vecinos que pagan sus impuestos, sino crear la situación para que se apropien de algo que a los amos les permite someterlos.


El fruto es robado

Cumplo con lo que planificamos con Loreley en la semana, siguiendo un aporte de Gaby, la operadora del Sanmar, y les cuento la historia de Adán y Eva, en la que había sólo una cosa para robar en el Paraíso: el fruto del Árbol de la Sabiduría. Proponemos que escriban la historia de Alguien que encontró Algo que le cambió la vida. Los pibes se niegan a escribir, pero al fin algunos agarran viaje. Loreley se acerca para manifestarme su optimismo: “trabajan más que la semana pasada”. El sarcasmo me pone delante a Sidney Portier, pero no puedo dejar de observar que tiene algo de razón. No tenemos derecho a ver la planta que nace del brote que plantamos, pero si queremos mirar de frente a los pibes tenemos que hacer algo que sirva para cambiar aunque sea una mínima cosa, en ellos, en nosotros. La fatalidad sólo está instalada a sus anchas cuando la resistencia apunta a los más fuertes, pero no al esquema de fuertes dominantes y carentes que resisten. Los pibes se apasionan por El Gauchito Gil, escriben su historia. Más tarde siento que me he quedado con una sensación fea en la boca, sobre todo cuando me resuena la frase “les daba a los pobres”. Ya serían viejos los pibes si para toda la vida se quedaran clavados en el pobre pasivo, el miserable manguero, pobre de recursos y pobre porque nació con el destino de desvalido. El taller debería por lo menos poder cuestionar la historia del Gauchito Gil plantando otra historia, por ejemplo la de los pobres que arrebataban a los patrones el anhelado fruto de su trabajo con una revuelta.


Una historia que cambia

Y sin embargo, el optimismo de Loreley tenía fundamento. El tema me sonaba horrible, pero lo escribieron. Dos que no estuvieron el jueves anterior escribieron la biografía del Gauchito Gil a cuatro manos. Uno de ellos había llegado a escribir, antes, la historia de Alguien que había encontrado un arsenal, y con eso salía a robar. Ese cuento es uno de los momentos perfectos del taller. Aún sin poder escucharme por los gritos, incluidos los suyos, Juan Carlos escuchó la historia, entendió perfectamente la propuesta, la llevó a su territorio y volvió con una obra. Impecable. La segunda parte de la situación es igual de rica. Juan Carlos me permite leer su historia, pero cuando me ve con el papel en la mano le gana el gesto la sombra rauda de un susto y me dice que ese cuento no va, que hará otro. Le digo que está muy bueno, insiste que no vale nada y que escribirá uno nuevo. Cuando más tarde yo ofrezca leerlo en voz alta, se pondrá aún más terco. ¿Por qué recula? Posiblemente porque con mucha fuerza lo convencen de que está encerrado por andar en el mundo de la delincuencia, que además celebra.
Ciertamente a los pibes les conviene aprender que no están condenados a vivir, a morir, como tumberos. En el tiempo que estén en el Sanmar deben tener experiencias diferentes de las que repiten en sus vidas. El objetivo del taller está alineado con ese objetivo; sin embargo, la estrategia que planteamos no requiere que el aporte nuevo sea el contenido de las historias, porque el trabajo de escribir tiene un poder subversivo. Esa es la experiencia nueva y para transitarla no es mala estrategia que empiecen contando sus historias, lo que celebren o lo que gocen mentir. Contar su mundo les permitirá a los chicos apropiarse mejor de la escritura.
Apenas captaron esta idea (entre los gritos y los insultos sin pausa, los pibes captan mis gestos con velocidad increíble), Juan Carlos y José se pusieron a escribir juntos la historia del Gauchito Gil.

Hubo otros momentos que quiero dejar registrados. Ya conté que fue como la aparición de la estrella de Belén el instante en que Christian me dijo que no le gustaba “cómo sonaba” la reiteración de un nombre.


Profesor, callesé

Cuando se acabó la hora de escribir, dos seguían con su cuento. Los dejé un rato más, luego les dije que debían terminar. Con la misma rebeldía con que resistieron empezar, no terminaban. Los demás, hartos, hacían cada vez más escándalo, un guardia se llevó a dos que empezaron a sopapearse, etc. Intenté concentrar las atenciones que se aceleraban hacia el caos, en una discusión con Oscar:
— Otra vez no te animás a escribir —lo provoqué.
— No es que no me animo, es que estamos de vacaciones. Todo el año pensando, en la escuela, y ahora en vacaciones hay que seguir.
— Siempre estás pensando.
— Pero pienso lo que quiero.
Iba a decirle que el taller es justamente para que piense lo que quiere, pero me detuvo la seguridad con que habló (el ímpetu, dijeran los bolivianos) y me frenó la táctica de dejarle ganar una batalla, lo que lo alentaría para nuevas discusiones y le haría entender tanto que le respeto el pensamiento como que puedo absorber una derrota. Más tarde, intempestivamente, le acertaría con “vos pensás mucho”, lo que lo dejaría en silencio por tres segundos para luego retrucarme y así encadenar un peloteo, hasta que José, que seguía concentrado en su redacción, se dio vuelta y me hizo callar con soberbia magnífica. ¡Estaba concentrado escribiendo! “Perdón, perdón”, le supliqué, y callé. Y sentí en mi interior un grito de victoria.


No lo molesten

Loreley me llama la atención sobre Diego: no tiene problemas en mostrar que me escucha y que sigue mis indicaciones. No busca imponerse, no necesita defenderse y los demás no se meten con él. Utiliza el espacio que se ha hecho, en el que los demás no se meten, para escribir. Y escribe mucho, concentrado, disfrutando y bien. Cuando termina el taller dice “aún no terminé”, le ofrezco quedarse con la hoja, seguir escribiendo en la semana y traerme lo que haya escrito la semana que viene. Sin problematización dice “bueno”.


Arranca

Christian, quien se había puesto a escribir el jueves pasado, hoy está en la nada. El otro día dio resultado que yo me acercara y le hablara, como al descuido, directamente, sólo a él. Ahora hago lo mismo.
— ¿No te vienen las ideas a la cabeza?
— No…
— A veces pasa.
— Hoy tuve comparecencia.
Supongo que se refiere a haber comparecido ante el juez que tiene su causa.
— Te quedan las cosas dando vuelta en la cabeza, ¿no?
— Sí… -me dice, y hace un gesto con la mano con un movimiento como de cosas que giran.
— No te preocupes.
A los pocos segundos me dice en voz alta:
— Deme un papel, profesor, voy a escribir.
Le alcanzo un papel. Arranca. Luego deja. No puede. No importa. Christian era uno de los que vimos entrar con una mano atada a la de otro pibe, con esposas de metal. Pero ahora le hablé y arrancó. Ya va a escribir.

 30 de diciembre de 2011


Tercer Taller de Cuentos en el Sanmar

Había un pibe llamado Antel. En su tribu los chicos no se transformaban en hombres sólo porque llegaran a los 18 años, sino que tenían que pasar una prueba. Este Antel sabía desde chiquito que quien no superaba la prueba no podía ser jefe, ni casarse, ni tener armas, ni ir a la guerra. Al fin le llegó a él el momento de hacer la prueba. Primero lo desnudaron (estaban en Tierra del Fuego: hacía tanto frío que el agua de los charcos estaba congelada). Luego los hombres de la tribu hicieron dos filas y le dijeron que tenía que pasar corriendo por el medio y llegar al otro lado. El encaró y se metió entre las filas con todas sus fuerzas, porque ya sabía que le iban a dar patadas, trompadas, palazos, rodillazos y piedrazos, para detenerlo. Si no podía llegar, porque era débil o tenía miedo, no sería hombre.
Le dieron una paliza despiadada. Se cayó varias veces, llegó con todo el cuerpo lastimado, sangrando, con huesos rotos. Del otro lado, lo esperaba el jefe de la tribu, que lo rapó y mandó que tres forzudos lo llevaran a una cueva. La cueva estaba muy lejos; llegaron después de caminar durante dos días. Antel se quedó en la cueva, que era poco profunda y estaba en una barranca muy alta que daba al mar. El viento se metía en la cueva y se llevaba todo lo que había. Si quería ser hombre, Antel no podía volver antes de diez días. Se quedó solo, desnudo y sin algo que comer.
El hambre, el frío, la soledad, la oscuridad a la noche casi lo matan. Un día escuchó ruidos y creyó que los hombres de la tribu habían ido a pegarle. Pero no vio nada y los ruidos cesaron. Sin embargo, esa misma noche escuchó nuevamente piedras que caían por la barranca, hojas que se agitaban y murmullos que no sabía de qué animal eran. Los ruidos le causaron terror. Sintió que cualquier cosa que fuera que los provocaba, llegaría hasta él y lo destrozaría y comería. Quiso correr, pero la oscuridad le impedía ver siquiera el piso. Se quedó acurrucado, lleno de pánico, esperando que llegara lo peor. Sin embargo, cuando empezó a notar que aparecería la claridad del día, se dio cuenta de que ya no escuchaba los ruidos. Poco después se quedó profundamente dormido.
Al despertarse, la claridad del día le impidió abrir los ojos. Cuando finalmente pudo hacerlo, sus ojos vieron antes que él un zorro. Estaba a unos metros, mirándolo con la mirada más fija e inteligente que había visto en su vida. Entonces recordó algo que le dijo el jefe de la tribu mientras le cortaba el pelo: “si tu espíritu es fuerte, atraerás un animal. Si aún es más fuerte, evitará que el animal te devore. Si no te devora, el rasgo más importante de ese animal entrará en vos y lo conservarás toda tu vida. Si apareciera una ballena, podrás obtener de ella la invencibilidad; si un albatros, podrás andar por todo el mundo; si apareciera un puma, tendrás la fuerza; si apareciera un zorro, tendrás la astucia y si apareciera una serpiente, tendrás poder sobre la vida y la muerte de los demás”.
Antel miró al zorro a los ojos. Ambos se sostuvieron la mirada, sin moverse, en silencio, durante mucho tiempo. Al final, los dos tenían la misma mirada astuta, inquieta y autosuficiente, un poco burlona e inclemente. Súbitamente el zorro miró hacia otro lado y desapareció corriendo. Antel miró en la dirección en que había mirado el zorro y al rato vio aparecer a los hombres que lo habían llevado hasta allí. Cuando llegaron a la cueva le dieron de comer y le preguntaron si estaba listo para volver como un hombre. Él les dijo que sí y regresaron.


Ángeles

Esta es la historia que contamos al principio del tercer taller en la biblioteca del Sanmar. Ya habíamos visto a los chicos ese día porque al recibirnos la Directora nos pidió que diéramos una mano para repartir los regalos del Día de Reyes. Los chicos tuvieron regalos de Navidad, Año Nuevo y para Reyes recibieron un par de ojotas y un desodorante.
Mi madre no se priva del gusto de hacerme un regalo cada vez que puede, apelando a todas las fechas, inclusive el Día del Niño –estoy cumpliendo el medio siglo. Regalarle algo a una persona porque es un chico es síntoma de amor que desborda. Es hacer chico, hacer crío, hacer Hijo Mío. Y lo específico del regalo, del don, es que no es prenda de pago, prescinde del intercambio, se entrega sin pedir otra cosa a cambio. Te doy porque quiero, no porque seas un niño y no me importa que cumplas años. Ese desborde es potente en la Directora y es lo que subyace y nutre la conducta de guardias, operadores y el resto de la planta del Sanmar.
Este amor a los críos trata de compensar la lluvia de fierrazos que les ha tocado en suerte a estos pibes, desde nacer en la pobreza hasta la decisión del juez que ordena encerrarlos. El Sanmar opera la tutela que el Estado tiene sobre los chicos a través de un juez. O sea, parte de la Patria Potestad de los chicos la tienen las personas que los atienden en el Sumar: son papás y mamás con decidida arrogación de derechos, para decirle a los chicos “no”, o para regalarles algo el Día de Reyes. Para decirles “sos chico. Sos inocente, en el fondo sos un ángel. Todo humano es un hijo. Todo humano necesita ser querido y es redimido por el amor”.
Los chicos responden como los chicos mimados. Se meten bajo la pollera y se aprovechan un poco y se hacen caprichosos un minuto. Esto se toca con la posición mendicante que saben usar los sectores sociales más explotados, a los que pertenecen los chicos del Sanmar: porque somos pobres, los ricos tienen la obligación de darnos. Nos deben porque ellos tienen y nosotros no. Deben darnos sin que hagamos nada más a cambio, porque lo que tienen es nuestro salario que nos robaron. Estoy de acuerdo con lo que en esta postura hay de sentido de reparación y justicia social, pero creo que en general no se presenta como una actitud revolucionaria. Al contrario, no se reniega de un esquema de pobres y ricos, sino que se quiere ser rico, según las figuras del rico que presentan los que van ganando la batalla de los imaginarios de los personajes de la novela social. El anhelo no es todos iguales, sino que yo, en lugar de ser pobre, quiero ser rico y no me importa que eso requiera la existencia de masas de pobres.
El niño y el pobre, en fin, se encuentran en el ser víctimas. Cuando Sebastián, uno de los operadores, entra con botellas de Coca Cola llenas de agua, uno de los chicos le pide agua, del modo en que se pide en la calle, a alguien que pasa, cualquier cosa: “¿me da una moneda, amigo”, “¿me da la Coca?”, aunque sea “¿me dice la hora?” Sebastián camina hasta el pibe y le da la botella. El pibe la mira, hace una pausa mostrando que la mira y la descalifica, “eh, ¡es agua de la canilla!”


Síndrome

En una charla antes del taller, la Directora nos pidió que hiciéramos la lista de los chicos que queremos que participen. Si pidiéramos a todos los que vinieron hasta ahora, serían diez chicos. Las diferentes experiencias nos indicaron que alrededor de ocho es el número que permite el mejor trabajo; diez son muchos, sobre todo cuando estamos pensando en dividir el grupo de ocho en dos. Pero queremos a todos. Pedimos que venga Kevin, el que me amenazó y juró que jamás escribiría. Nos agarró ese síndrome de descuidar la manada de ovejas obedientes por la única descarriada. Con su hostilidad, Kevin se jugó a pedirnos que lo quisiéramos, más allá de él, pasando por arriba de su rechazo. Sentimos que estaba con las llagas abiertas y no nos resultaba fácil descartarlo.

Johnny, José, Claudio, Juan Carlos, Emiliano

Mencionamos a Johnny; nos cuentan que festejó Año Nuevo con su familia y le explotaron fuegos artificiales encima y tuvo quemaduras graves. Hubiera querido estar en la charla entre el padre o la madre y el juez que tiene el tutelaje.

En el taller, José, como la semana pasada, escribe sin hacer problema. Escribe, irreprochablemente, pero lo hace como un trámite. Paga el precio por lo que provocó que lo encerraran; escribe como quien pica piedras. Es más económico hacer lo que te dicen que rebelarte. No te fajan, no te castigan, no te rompen las bolas. Salís antes por buena conducta. Lo que José valora de sí no lo juega en el taller, sólo da al César lo que es del César. Hemos de tocarle alguna de las cuerdas vitales.
En el taller anterior José escribió la historia del Gauchito Gil a dúo con Juan Carlos. Otro fan del Gauchito Gil es Claudio, quien en los dos primeros talleres no quiso hacer otra cosa que dibujar a su ídolo. Este jueves, sin embargo, se apura a decir “yo escribí también, con José”. Probablemente me esté mintiendo, pero no es una mentira que me esté diciendo que había escrito. Y es un placer que José lo banque con decisión: “¡Sí, en serio! ¡Créanos!”
¿Y qué pasará con Claudio? ¿Habrá que crear una fórmula de redacción asociada?

Juan Carlos vuelve a escribir como una trompada. La consigna es: si te bancaras la prueba del indio, ¿qué animal se te aparecería y qué harías con el poder que habrías ganado? Juan Carlos escribe que tomó el poder invencible de una ballena, volvió al pueblo y mató al jefe que lo peló y a todos los indios que se formaron para pegarle.
Juan Carlos llega más profundamente que José, pero podría ir mucho más lejos. El taller de cuentos debe procurarle la posibilidad, incluso el entusiasmo, de hacerlo.

Paula, una de las directivas, visita el taller. Nos dice que con Emiliano, igual que con Oscar, quien vino al primer taller, se está trabajando la soberbia. Emiliano otra vez se pone por arriba del taller (la había calificado “esta gilada”) y se desparrama sobre la mesa para dormir –aunque cada tanto dice algo o hace un gesto para mostrar que está escuchando lo que se habla. Yo mando: me hago el dormido pero los escucho. Ustedes no saben cuándo estoy conectado. En un momento una inspiración me levantó, busqué un lugar donde hablar en privado y llamé a Emiliano. Vino. Antes de que me sentara, me atajó, “no me vas a psicologear”. Le dije que no lo entendía, le reiteré mi impresión de que es una persona que piensa mucho. Le recordé algo de la historia de la semana anterior, Adán y Eva en el Paraíso. “En esa historia, le dije, ¿sabés qué fue lo que se robaron cuando se comieron la manzana prohibida? Se robaron el pensamiento. Con el pensamiento podían inventar, podían hacer cualquier cosa. Antes eran como bestias, tenían una piedra dentro de la cabeza. Pero después pudieron pensar, igual que vos, que pensás mucho”.
De regreso en la mesa donde estaban todos, Emiliano no escribirá la historia, pero dibujará el nombre de un lugar. Sentiré que está afirmando algo suyo en oposición al taller y a la vez aflojando. Da sin terminar de dar, escribe sin escribir; está resolviendo qué hacer con la contradicción entre las ganas de escribir y la satisfacción de resistir.
Alimenta la tensión algo que sucedió al comienzo del taller. Loreley repartió hojas en que estaban transcriptas las historias que habían escrito en los dos primero talleres. “¿Y yo?”, preguntó Emiliano, con una pizca de angustia. Le explicamos que sólo le dábamos a quienes escribieron y le recordamos que él no había escrito nada, e incluso había roto las hojas que le dimos.

El escenario

En la reunión después del taller, en el cafecito en Baldomero Fernández Moreno y Malvinas Argentinas que ya se nos hizo sede, analizaremos lo que ha pasado con Loreley y Anahí. Llegamos a la conclusión de que hay mucha gente en el momento del taller. Somos demasiados los que no escribimos: además de nosotros, hay uno o dos operadores, dos o tres guardias y a veces llegan personas que desconocemos. A veces somos más los que no escribimos que los que escriben, con lo que la escena se asemeja más a un escenario en el que los chicos representan la obra de un taller de cuentos, que a un taller de cuentos. O al programa Gran Hermano. Paula nos sugiere que integremos a los demás. Debemos encontrar la manera de hacerlo.

Objetos de poder

Elegimos contar la historia del rito de iniciación para enganchar a los pibes hablándoles de sus asuntos: la edad, la iniciación, la soledad, el castigo, el aislamiento y de un objeto de poder. Loreley había notado la fijación con las pistolas. Mientras yo intentaba hablar de algo en el taller anterior ella escuchó una discusión intensa sobre la pistola 9 milímetros, si tenía recámera, cuántas balas cargaba… y en muchas de las hojas que encontramos al final de los talleres, en lugar de texto había pistolas dibujadas. No evitamos que hablen de lo que les interesa, al contrario, los alentamos a que escriban sobre ello, pero llevamos los temas a un nivel menos coyuntural. La pistola es reemplazada en el cuento por el poder que le otorgaría el animal que se aparecería a quien aguantara la prueba de hacerse hombre.

Juego

Me han crecido las dudas sobre la forma del taller. Temo que no sea útil para estos chicos. En charlas con diferentes personas, varias me sugirieron que conduzca a los chicos a algún jugar a escribir. No me convence. Entiendo la concepción de juego como proceso creativo a través del manejo de todas sus variables y alternativas, pero la dicotomía juego-trabajo me parece que va en la dirección de hacer de los chicos unos infradotados; como no pueden o, peor, no quieren encarar un trabajo, entonces se lo presentamos como un juego. Que la actividad resulte un juego, o que los chicos la encaren jugando me parece perfecto, pero que nosotros planteemos escribir como un juego me parece aniñarlos, quitarles responsabilidad y no permitirles entender que escribir es un asunto que revuelve toda la vida de las personas.

Para qué sirve el fuego robado

Venimos diciendo que el objetivo del taller de cuentos, lejos de adaptar a los chicos a la sociedad, lejos de recortarles lo que tienen de propio para que entren en las cajitas previstas, lejos de convencerlos de que deben ser hombres de bien, o sea, buenos negros, al contrario de todo ello, queremos que se roben el fuego. Hablé de Prometeo, de Adán y Eva, del poder ganado de un animal. Pero ¿qué es ese poder? ¿No será otro valor burgués, como usar ropa de marca, ser dueño, hablar idiomas, pertenecer?
¿Para qué les sirve el fuego?
·    En el marco del taller, robar la manzana del Árbol de la Sabiduría les da a los chicos la satisfacción y todo lo demás que se deriva de haber producido: veo algo mío, algo que salió de mí.
·    Eso es escuchado, o sea lo que hay dentro mío es contenido por los demás.
Escribir sirve para sentir que las palabras tienen sonido. Escribiendo se crea música con las palabras.
·    Escribir es manejar un vehículo, volar. Quien se haga de la capacidad de escribir ganará el poder de fascinar.
·    También otorga los múltiples e insondables poderes de la inscripción. De un modo, es hacerse humano, en tanto ser inscripto en la realidad. La inscripción es modo humano de hacer la realidad objetivando la subjetividad.
·    Concede el poder del documento –enorme poder en la sociedad del Registro.
·    Y fundamenta el poder de la comunicación. Bienvenidos al siglo XXI.

Más

La Directora nos contó de una experiencia de talleres de cuentos que terminó con la edición de un libro: nos alienta a seguir. Nos dice que podemos hacer más de un taller, cuando le pregunto si puedo convocar voluntarios en nombre del Sanmar me dice que podemos hacer que los voluntarios pueden venir una tarde a conocer a los chicos y entrar en contacto con su realidad.

6 de enero de 2011