Nos metemos, cayendo el atardecer, en el comedor del Kaupé a la espera de los músicos que prometieron regalarnos unos tangos. A su llegada, las fundas de sus ligeras y portátiles guitarras -en contraste con el pensamiento obeso e inmóvil de un piano- preludian el convite: llega el tango a donde no suele, llena esta música un confín donde no le es habitual abundar.
El hogar transmite una calma de rutina, acelerada sobriamente por los últimos preparativos para el concierto. Una de las chicas sale recientemente de la ducha con sus cabellos canos peinados con agua y se entrega a no retomar su labor asignada en la cocina para sentarse disfrutar con sus compañeras. Otra, desde el marco de una de las ventanas, nos tienta a esperar de su voz arrabalera algunas notas de aguardiente en algún coro. Una más se entusiasma remembrando los instantes en lo que tocó la guitarra para una multitud. Las chicas se van acomodando, siempre atentas a la influencia organizadora de Maite y los músicos se van alistando para empezar.
La formación está compuesta por dos guitarras de una técnica cuidadosa (que se intuía al ver desplegarse el atril metálico sobre el que apoyaron las partituras), a cargo de Juan Pablo Rey y Lucas Bragán, y la maravillosa voz femenina de Eugenia Trino. Juan Pablo, portavoz en los intercambios atinados del coloquio con el público, anuncia la intención del trío desde el inicio: llevar el tango allí adonde no le es habitual llegar. Quizás en un primer gesto empático, los músicos -que no se definían como tangueros de toda la vida, sino como provenientes del jazz, el rock y otros estilo de más facilitada propagación- replicaban así el regalo por el que a ellos hubiera llegado el tango en su nuevo intento de difundir este estilo. Así comenzamos a acercarnos el público y los músicos.
Desde las primeras obras interpretadas, demostraron su talento desnudando rápida y promisoriamente los intensos momentos que nos harían disfrutar por la siguiente hora. Ya los oyentes nos sentimos cómodos y acariciados desde el principio.
Un primer hito del espectáculo lo marcó el paso del repertorio por un tango burlón, de esos cuya letra sarcástica -hasta dicharachera- provocaron en la audiencia risas espontáneas y más allá de los límites del cumplido. Quedaba expuesto -como comentara Eugenia- que el tango no siempre (ni necesariamente) es triste; por lo menos, se evidenciaban dos razones: las risas al compás de los coros de "Garufa" y la misma circunstancia que nos convocaba esa tarde escuchándolos.
Los intérpretes despilfarraron su generosidad avanzando con un repertorio que matizó el tango con diferentes cadencias que nos inundaron sucesivamente. En diversos pasajes, el acento en los rasguidos de las guitarras resultaban un incentivo ineludible para acompañar el ritmo candombero de una de las piezas, los achacarereado saltos de otra, el tránsito de bolero de alguna más y hasta un vaivén de balada promediando el recital.
Más tarde, "Noche de ronda" animó a varias de las mujeres a musitar un coreo que iba más allá de los estribillos, en algunas de las chicas de la audiencia, lo que parecía presagiar la gran intervención postrera de la nueva huésped del Hogar Kaupé.
Los guitarristas nos convidaron con un dueto en el que sus voces, más sobrias, pretendidamente recias pero que se hacían inseparables de la candidez de su acto, relevaron a Eugenia para ayudarla en un merecido descanso de sus cuerdas vocales. El ritmo acelerado del vals ya nos había llevado a un éxtasis que duraría hasta terminado el recital y quedaría humedeciendo el aire a la salida del salón. Los aplausos de final aletargado y tardío de la chica que se sentó en el fondo eran más sinceros que los del resto del público: expresaban, más allá de las formas, las ganas que teníamos todos de devolver el regalo de la música con aplausos interminables.
Con "Muchacho" -que fue dedicada explícitamente a Tomate pero que nos implicó a los hombres presentes (y no presentes, ¿por qué no?)- la dulcísima voz de Eugenia contagió de una complicidad que podía tocarse entre las filas de sillas y el espacio escénico en que aquella coronaba el terceto. La llegada de algunos versos como "y no sabés qué es secarse / en una timba y armarse / pa' volverse a meter” reflejaban una metáfora perfecta del momento de la vida en la que estas tenaces y pacientes mujeres del Kaupé buscan volver a empezar.
Sobrevino más tarde la primera aparición de la nueva huésped. Como nos había contado Rosita, la operadora, había estado todo el día cantando y quería que los músicos la acompañaran en su versión de "Que nadie sepa mi sufrir". No necesitó para encaramarse al escenario de más impulso que su amor propio y el apoyo de sus compañeras. Sí necesitó, para soltar su voz, de una magnífica escoba de micrófono y de unos ojos que se cerraron durante toda su interpretación apretando fuerte para que el brillo de su alma solo saliera por su garganta. La habilidad de Lucas, en la guitarra que la secundó, fue sobresaliente para adaptarse a su tono, primero, y apuntalar sus notas, después, que se dispersaron sólo en la ovación que coronó la canción. Todos los presentes nos abalanzamos para abrazarla y besarla, y ella dedicó a cada uno un abrazo correspondido una sonrisa diametral.
Luego de algunos tangos más, los músicos nos brindaron la interpretación instrumental de un tema de composición propia. Gustavo y Liz persistían en retratar en fotos la alegría de paz de la que rebalsaban nuestros espíritus.
Para el final, la nueva interpretó "Naranjo en flor". La segunda intervención de la cantante del Kaupé con su micrófono, su timidez y su valor nos lavaron las lagañas de la duda y conmovieron las incertidumbres que nos frenan a decidirnos a dar un paso adelante hacia nuestros deseos.
El cierre fue necesario para no perder conciencia de la realidad, porque el ambiente irradiaba unos vapores de ensueño que casi llevaban la historia molecular grabada con el repertorio, título a título, en el aire. Los átomos del comedor del Kaupé habían quedado erizados, las partículas magnetizadas y los ánimos de las chicas -acariciados y abrazados- gozaban levitando como evidencia del amoroso efecto con el que nos contagió la música de este sensiblísimo y talentosísimo trío tanguero.
La agitación de las almas se olía en cada beso, cada abrazo, cada bocanada de despedida, mezclada con el perfume de los zapallos de la sopa.
Un momento pa' volverse a meter...
Una chica nos muestra dibujos de sus hijos, y una carta de otro, más chico: “te extrañamos”. Es duro para nosotros leer esa carta de dos palabras. Pero ella está más allá, aprendió a estar por el piso y aún así ser feliz porque sus hijos dibujen, escriban y la quieran.
Una nueva huésped ha escrito frases de ánimo en una cartulina. En una le dice a sus compañeras sin casa: "Aunque todos las abandonen sus caminos deben seguir".
Tomate charla con una huésped que no conocía. Ella le está diciendo que es tucumana y que sabe tocar la guitarra. No pasarán muchas horas antes de que Tomate agite la necesidad de que los X fiAdos le llevemos una guitarra. Tomate: ángel incurable. Aquí aman a Tomate desde el día que el lugar se inundó durante un recital que él daba, y dejó la guitarra y agarró un secador de piso para sacar el agua.
Esto es un hogar, y por tanto el fundamente del refugio es el cotidiano. Pero nosotros llevamos un momento especial, que debe abstraer a las mujeres de la rutina. Vamos en la dirección contraria de la construcción del hogar. Algunos recitales se convirtieron en música que salía de la radio, con las mujeres durmiendo, preparando la cena o charlando. Este viernes no. Entre Maite, la X fiada que estuvo a cargo, y Rosita, la operadora, construyeron algo terminante: había que respetar a los músicos. La cocinera salió de la cocina, desde el patio vinieron las fumadoras, quien estaba en la cama se levantó. Se desplegó, así, la magia de la música y del tango.
Abre el recital Juan Pablo Rey. Explica con gran respeto qué tocarán. Con el otro guitarrista, Lucas Bragán, tocan temas arreglados con gusto y talento. Están concentradísimos, afinados con exactitud. Gran entrega la suya.
Cuando los músicos empiezan a tocar aparece un gato. Se para frente a ellos, en el espacio vacío que los separa del público. Da la espalda a la gente y mira desvergonzadamente a cada guitarrista y a Eugenia cuando ésta canta. Parece un chico mirando algo que le interesa, sin percatarse de que lo están mirando a él. El gato se siente a gusto. Al rato empieza a retozar, jugar y retorcerse contra el piso. Luego va a refregarse contra el zapato del tanguero guitarrista. Luego empieza a jugar con las partituras que los músicos han puesto sobre el suelo. Se queda todo el recital allí.
El gato, desobediente e independiente como corresponde a un gato, ha metido por la ventana el cotidiano que fue sacado por la puerta.
El tango les otorga seriedad, o más, gravedad a los jóvenes guitarristas. Eugenia parece no necesitarla: ya hay un registro dramático en ella.
La voz de Eugenia es deliciosa. Como cantante es esmeradísima y se exige con mucho rigor. Se anima con un vals extenuante. Los guitarristas se animan solos en un tango. Cantan:
Yo pungüié por tu cariño
Me engañaste como a un niño
Pero esa deu—
Esa deuda, se paga.
Se ensamblan los músicos con el espíritu de la música del tango. Se van, enganchados, como un barco va enganchado a la corriente, y nos llevan. Viajamos todos. Gran momento.
Animan a la nueva huésped para que vaya a cantar y ella se anima. Junto a los músicos se suelta: “no puedo cantar sentada”.
— Pero muy bien, parate —le dicen los músicos. Y entonces ella redobla la apuesta:
— Necesito un micrófono.
No hay micrófono. Están tocando y cantando sin equipo de sonido.
— Entonces me lo voy a buscar.
Sale al patio y vuelve con un secador de piso. Ahora sí, larga con un valsecito peruano nada fácil.
Aplauso cerrado, cuando termina. Aplauso al tango, a Eugenia, que ya cantó aquí, a Juan Pablo y a Lucas; aplauso a la fusión, al concierto. Aplauso, en fin, porque hubo algo que aplaudir.
Por Gustavo Ng